"¡Publio Quinto!".
"¡Lucio Vinidio!".
La voz ronca de
Décimo Junio Bruto atravesaba la niebla como una espada. Siguió llamando
por su nombre a cada uno de los centuriones. En silencio, con paso
inseguro, los hombres vadearon el cauce, uno a uno, metro a metro,
manípulo a manípulo, hasta que todas las cohortes ganaron la otra
orilla. Cabizbajos, calados hasta los huesos, pero más serenos al fin y
al cabo, los soldados esperaron órdenes detrás de su general. Décimo
Junio Bruto permanecía inmóvil, con las manos en el estandarte,
escrutando la corriente de agua. Nadie notó ese instante de extremo
hastío -no se lo habría perdonado a sí mismo-, ese breve momento en el
que el general deseó con todo su ser que aquel hubiese sido de verdad el
Lethes, el río del Olvido, y vaciar su memoria de todo recuerdo.
Olvidar -sangre y polvo- cada maldito día de aquella maldita campaña.
Olvidar -humo y ceniza- toda su maldita vida de ambiciones
insatisfechas. Olvidar -dioses despiadados- su propio nombre en aquella
maldita tierra del fin del mundo.
Israel Rodríguez
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