Apareció en el parque con los primeros calores del verano. La veían siempre sola, con el pelo revuelto, vestida siempre con el mismo vestido estampado, naranja y negro. Extendiendo el brazo, estirando cuanto podía la mano, invitando a las mariposas a posarse en su dedo índice. Tarde o temprano alguna se posaba, y la niña sonreía. El resto de niños se arremolinaban asombrados, imitándola sin éxito, hasta que al poco tiempo se cansaban y volvían a sus juegos. Ella seguía con el brazo en alto, corriendo hacia donde veía volar una nueva mariposa, quieta después como una estatua, hasta que la mariposa se posaba, y luego se iba, y otra vez corriendo hacia donde veía volar una nueva mariposa, y así hasta que el brazo le dolía y se sentaba en un banco a descansar, entre dos maceteros de asclepias. Algún adulto le habló a la niña alguna vez. Cómo te llamas. Dónde están tus papás. Ella no contestaba. Al caer la tarde, las mariposas se marchaban; las sombras crecían entonces en los ojos silenciosos de la niña. No tenía voz para explicarse, pero reconocía aquellas sensaciones recurrentes: el miedo de haberse perdido, la angustia de sentirse perdida, el pánico de volverse a perder.
A principios de septiembre, la niña-rara-de-las-mariposas dejó de venir al parque. Aunque todos se habían acostumbrado a su presencia, nadie acabó realmente de echarla de menos. Tampoco nadie se fijó en una enorme mariposa de color naranja y negro, una preciosa monarca que partía hacia el sur, en busca de tierras más cálidas. El otoño llegaba.
Israel Rodríguez
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