Mientras descorchaba la botella, Tinín sintió una punzada de culpabilidad por
todas las Navidades perdidas. Pero bueno, al fin estaba en casa, y allí
estaba todo listo, como en una postal perfecta, el fuego de la chimenea,
las luces del árbol, los villancicos sonando en el tocadiscos, el
cordero asándose en el horno... Vertió el champán –del caro, la ocasión
lo merecía- en las dos copas. Se entretuvo un segundo, observando las
burbujas que subían juguetonas a la superficie, y su mente voló por un
instante a todos los mares recorridos, todos los puertos desembarcados,
todas las novias fugaces cuyo amor había saboreado. Pero ese año, por
primera vez había sentido el anhelo profundo de colgar las redes, de
sentir para siempre un suelo firme bajo los pies. Así que, un poco
nervioso, como un actor debutante en el estreno de una obra de teatro,
se esforzó en la representación que sabía que de él se esperaba. "Bueno…
Feliz Navidad!". No encontró la respuesta esperada. Alrededor, todo
seguía en su lugar: el fuego, las luces, los villancicos, el cordero.
"Feliz Navidad, Nieviñas!", repitió con la copa en alto, en un tono más
afectuoso. Las burbujas subían más lentas, más pesadas. "Veña ho, por
esta Navidad, muller, a primeira de moitas xuntos", añadió al fin, como
esperando algo. Todavía tardó diez minutos en comprender que allí ya no
había nadie, que Nieves lo había abandonado, que la última burbuja hacía
tiempo que había desaparecido. Solo estaba él, con un fuego, con unas
luces, con unos villancicos, con un cordero.
Israel Rodríguez.
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