Como una cenicienta que temiese las campanadas de medianoche, Katja
quiso irse pronto de la fiesta, y Maurizio, tras insistir inútilmente en
que se quedase, la acompañó hasta la parada del autobús, frente al
parque Gorki. Ya se habían dicho adiós por última vez hacía cinco años, y
cinco años después volvían a hacerlo, con el peso triste de saber ambos
que esa vez sí sería la despedida definitiva.
La nieve de la
noche anterior se había convertido en hielo, y ella, para asegurar el
paso, de una manera natural e inofensiva, enroscó su brazó alrededor del
de él. Sin embargo, y pese al frío polar, Maurizio sintió que le ardían
las mejillas, y que su alma trastabillaba ya por las resbaladizas
laderas de los sentimientos escondidos.
Llegaron a la parada del
autobús. Sus brazos se desanudaron. Ella compuso la bufanda que se
descolgaba rebelde, del cuello de él. "Si te resfrías, me sentiré
culpable". El corazón de Maurizio galopaba en una alfombra de estrellas
cristalizadas. Katja resumió los cinco años de ausencia mutua. Él
buceaba en sus ojos puros y azules, mientras escuchaba. Ella le habló
del desengaño de las expectativas, del peso de la reponsabilidad, de la
tristeza del paso del tiempo. "Siento que mi vida no es mía". Y él pensó
por un momento si debía ser él quien la ayudara a recuperarla.
El
autobús 244 no llegaba. Maurizio encendió un cigarrillo, ansioso.
Querría decirle lo mucho que valía, lo mucho que debía quererse a sí
misma, pero esas palabras sonaban ridículas en su mente. Algo en él -o
en ella- lo animaba simplemente a recorrer su inocencia con la boca, a
abandonarlo todo por ese pálpito repentino. A subir la apuesta más allá
del límite de lo razonable. Era la parte de él que soñaba con que ningún
autobús pasase, con que el alba no apagase las farolas. La otra parte
intuía que el alba, inexorable, sí apagaría las farolas, y que el riesgo
de aquella apuesta era inasumible.
"¡Oh, Katja!". Él sujetó
suavemente su cabeza con las dos manos, deslizó sus dedos por las
cascadas de su pelo, y se inclinó sobre su rostro. Y la besó. En la
frente. Aquel beso no saciaba a ninguno de los dos, pero los dos
sonrieron.
Katja detuvo un taxi, segura ya de que el autobús no
pasaría esa noche. "Hasta siempre". Los dos veían la mirada líquida en
los ojos del otro, pero ninguno añadió nada. Maurizio insistió en pagar,
y dejó un billete de 20.000 rublos en la palma de su mano. Para ella
era una pequeña fortuna y no se negó a rechazarlos una segunda vez. Ella
le dio las gracias y entró en el coche. "Úlitsa Púshkina", alcanzó a
oír él. Aunque pagar el taxi era un detalle imprescindible, no pudo
evitar sentirse sucio, como si hubiese tratado a una reina como a una
ramera barata. Katja ya no se volvió para un último gesto de adiós; el
Lada se alejó por la avenida Skorina, hasta que sus faros se diluyeron
entre las luces nocturnas de la ciudad.
De vuelta a la fiesta,
Maurizio se unió con fingido entusiasmo al coro de conocidos que le
brindaban buenos deseos para el futuro. Apuró el penúltimo vaso de
vodka, mientras pensaba que quizá en otras circunstancias, él no habría
regresado: habría acompañado a Katja a su apartamento, o hasta el fin
del mundo. En otras circunstancias.
Israel Rodríguez.
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