In memoriam Argimiro Iglesias Vázquez (1932-2012)
Un paso, y otro, y después otro más. Eliseo emprendió su rutina
diaria, que don Alejandro le había prescrito con ese tonillo suyo, que
mezclaba cariño y condescencia a partes iguales: "Eliseo, menos plato y
más zapato". Él refunfuñó, pero fue obediente, y el día siguiente fue el
primer día de su nuevo oficio de caminante.
La de aquel domingo
era una mañana especialmente luminosa. Y estaba de buen humor: "Vai ser
certo que andar é bo para o corazón". La rutina de sus paseos lo
llevaban desde su casa a la plaza de abastos, de la plaza de abastos a
la Banda del Río, de la Banda del Río a la alameda. Allí, antes de que
el corazón le exigiese un descanso mayor, se detenía ante un poste de la
compañía eléctrica que los vecinos empapelaban con esquelas. "Fulano,
que xoven". "Mengana, caramba, aínda durou ben anos". Luego, de la
alameda al muelle, y de vuelta a casa, un paso, y otro, y después otro
más.
Inició la caminata. Como era festivo, no pudo entrar en la
plaza de abastos para divertirse con el alboroto de las pescantinas. No
le importó ese pequeño contratiempo: se sentía fuerte, radiante,
contagiado por aquella mañana que resplandecía. Sí observó las fachadas
blancas de la Banda del Río, los primeros brotes de los almendros de la
alameda. También leyó las esquelas del poste de la compañía eléctrica.
Entre el batiburrillo de cuartillas grapadas, se fijó en una esquela sin
cruz, atípica en el texto y la disposición: "El señor don Eliseo Souto
Pérez durmió en Jesús el día 18 de febrero de 1933, a los 80 años de
edad. Su esposa, hijos, hermanos, sobrinos y demás familia agradecen las
condolencias e invitan a asistir al breve funeral que tendrá lugar el
lunes, a las 17:00 horas, en el cementerio municipal. Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo". Volvió a leer, extrañado: "Eliseo Souto Pérez". Era él.
Miró
a su alrededor. No había nadie. De hecho -ahora caía en ello- no se
había cruzado con nadie durante el paseo, ni siquiera con alguna de las
devotas católicas que acudían a misa de ocho. El café de la alameda
estaba cerrado, también el kiosko de prensa. Nadie, más que él. Todo
silencio, salvo el grito de las gaviotas y el embate de las olas contra
el muelle. Se sintió desorientado.
La fuerza de la costumbre lo
llevó al extremo del espigón. El mar brillaba tanto que le cegaba. Fue
en ese momento cuando, detrás de él, sintió una Mano Ligera que flotaba
en su hombro, y una Voz Suave que le susurraba al oído en un lenguaje
sin palabras. Entonces sonrió, se dio la vuelta y abrió los ojos.
Israel Rodríguez.
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