[Un pequeño relato dedicado a un gallo madrugador que nos despertó una noche que dormimos en Oporto.]
A
las seis de la mañana, el viejo gallo de la Quinta da Foz notó
las primeras y tenues luces del amanecer. Abrió su único ojo sano y
apuntó con él al este, al horizonte del que colgaba el puente sobre el
río Douro. Presintió que ese día no sería como otro cualquiera, que algo
excitante sucedería que lo liberaría de su tediosa rutina de guardián
de gallinero. Se sentía mayor. A las seis y diez de la mañana, le
pareció que todas las gallinas estaban despiertas ya, incluso la más
perezosa, una ponedora de primera que miraba con cierto desprecio a sus
vecinas de corral. Siguió cantando para asegurarse de que todas se
espabilasen. "Estúpidas", pensó. A las seis y veinte de la mañana, el
gallo siguió cantando, con kikirikís rítmicos y penetrantes. Miraba su
ojo ahora hacia el oeste, donde todavía se confundía, negro sobre
negro, la espesura del mar con la espesura del cielo. Decenas de
gaviotas zigzagueaban sobre ese lienzo oscuro, locas todas de felicidad,
gritando todas en anárquica sinfonía. El concierto estridente irritó al
gallo: "Cantan mal". Se esforzó por emitir un kirikí majestuoso y
profundo, digno de sus mejores tiempos. Las gaviotas parecieron
ignorarle. A las seis y treinta el gallo siguió cantando, envidioso de
las divertidas piruetas de aquellos pájaros: "Qué alto vuelan". Batió
sus alas inútiles durante un momento; las gallinas cacarearon
extrañadas. "Imbéciles", pensó. A las seis y cuarenta, escuchó las
inconfundibles pisadas del amo de la Quinta, que arrastraba con
dificultad una de sus piernas. No vio venir el terrible golpe, que le
dio de lleno en la cabeza por el lado de su ojo ciego. Sintió un dolor
agudo que lo hizo marearse y perder el equilibrio. Rojo sobre rojo, notó
cómo chorreaba un viscoso líquido que empapaba su cresta, sus
barbillas. A las seis y cincuenta, el viejo gallo de la Quinta da Foz
dejó de respirar. Su único ojo sano seguía mirando al cielo, pero el
iris ya había perdido, para siempre, su color miel. Decenas de gaviotas
seguían chillando, saludando el nuevo día. Los primeros rayos del sol
acariciaban las aguas del río: ya eran las siete de la mañana.
Israel Rodríguez.
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