[Un microrrelato que es en realidad un microartículo de costumbres...]
Llega la hora última, la hora de sellar la piedra de la tumba. Un corrillo de conocidos y semidesconocidos hacen cola, como en la carnicería, y no se conforman con saludar en silencio e irse, sino que, haciendo ostentación de su presencia, como si enseñasen el ticket al tendero, palabrejean al oído de la viuda, del huérfano, creyendo pretenciosos que sus palabras constituyen mayor consuelo que el sencillo susurro del viento en las ramas del magnolio que domina el cementerio. El eco de la última elegía se apaga, al poco marchan los enterradores, y la multitud, por un momento respetuosa a causa del mínimo decoro, ya satisfecha de sí misma y del espectáculo del dolor, retarda su salida del recinto para entretenerse ahora con conversaciones fútiles, cada vez más alegres y ruidosas. La vida sigue... como si nada en realidad hubiese ocurrido. El camposanto se vacía poco a poco, hasta que solo queda en el aire, mezclado con el de los crisantemos, un aroma de soledad y desamparo.
Israel Rodríguez.
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