viernes, 20 de marzo de 2020

Obsesión

El aborrecimiento con que la aborreció fue mayor que el deseo con que la había deseado (2º libro de Samuel, capítulo 13).

Nunca antes le había interesado una mujer como aquella. En realidad, aquella fascinación carecía de todo sentido: no era especialmente bella, ni esbelta; tampoco especialmente dulce o delicada. Sin embargo, había en ella algo perturbador, un halo oscuro, una sensualidad tórrida escondida entre esas guedejas de pelo negro, en las curvas de sus pequeños senos, en la generosidad de sus caderas. Era nada, y era todo, lo que removía en él los demonios de la naturaleza. Se sentía como en un túnel. Sus pensamientos lo arañaban como murciélagos.

Como un juego, para desahogar su carga, comenzó por bromear con ella, por regalarle algunos piropos inofensivos. Ella movía la cabeza fingiendo disgusto, pero él la conocía sobradamente de esos intermedios de café y galletita que ambos compartían con los otros compañeros de oficina: sabía que no le gustaban las flores, las frases empalagosas, los abrazos; pero también sabía que sus cuarenta y cinco años le pesaban demasiado, que no le gustaba conducir, que su gato no era para ella suficiente compañía.

Se dejó ir, pensando que en cualquier momento podría cortar aquella obsesión absurda. Continuó con coqueteos aparentemente casuales, tan directos como para desconcertarla, pero lo suficientemente sutiles como para no parecer insolente. Sintió que ella entraba definitivamente en el juego cuando, un día que sus miradas se cruzaron, él deliberadamente aguantó la suya. Ella bajó los ojos, pero él siguió atravesándola, seguro de que volvería a mirarle. Así sucedió, y en ese instante entendió que un abismo se abría ante él, definitivo.

Dejó pasar algún tiempo más, alimentando la ansiedad de ella. Ella quiso parapetarse tras una máscara de arrogancia, dispuesta a presentar batalla. Pero él rehuyó la pelea, la ignoró calculadamente, hasta que una tarde se presentó de improviso en su apartamento. No dijo nada. Ella sí quiso decir algo, pero nada rompió el silencio. Él la arrimó con fuerza contra la pared, y buscó la humedad de su boca, sin más caricias que las necesarias.

Sabía que un preliminar sentimental los defraudaría a ambos. Por ello fue deliberadamente brusco, la llevó hacia el sofá, la sentó en sus piernas, de espaldas, le giró la cara, la besó con furia. Su mano buscó el calor de las ingles, bajo la falda. Ella gemía, la voluntad entregada. Luego la bajó al suelo, le arrancó la ropa, entró en ella como un animal rabioso. Quería romperla con cada embestida. Ella lo ataba con sus piernas mientras extendía sus brazos a lo largo de la alfombra. La embestía todavía cuando empezó a pensar qué coño hacía él allí, tirándose a aquella zorra insulsa. La embestía todavía cuando se sintió embotado de su olor, cuando empezó a sentir náuseas, de ella y de sí mismo, de aquel sexo miserable. La embestía todavía cuando le agarró el cuello, para apagar esos gritos de placer que le estallaban en la cara. La embestía todavía cuando sintió que cedía la presión en sus caderas, los gemidos, el brillo de la mirada.

Finalmente se retiró, exhausto. Ella permanecía con los ojos abiertos. Se vistió y salió a la calle a toda prisa. Agradeció el aire fresco de la noche. En lo alto, se desperezaba una luna blanca, llena, hermosa.


Israel Rodríguez.

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