El aborrecimiento con que la aborreció fue mayor que el deseo con que la había deseado (2º libro de Samuel, capítulo 13).
Nunca
antes le había interesado una mujer como aquella. En realidad, aquella
fascinación carecía de todo sentido: no era especialmente bella, ni
esbelta; tampoco especialmente dulce o delicada. Sin embargo, había en
ella algo perturbador, un halo oscuro, una sensualidad tórrida escondida
entre esas guedejas de pelo negro, en las curvas de sus pequeños senos,
en la generosidad de sus caderas. Era nada, y era todo, lo que removía
en él los demonios de la naturaleza. Se sentía como en un túnel. Sus
pensamientos lo arañaban como murciélagos.
Como un juego, para
desahogar su carga, comenzó por bromear con ella, por regalarle algunos
piropos inofensivos. Ella movía la cabeza fingiendo disgusto, pero él la
conocía sobradamente de esos intermedios de café y galletita que ambos
compartían con los otros compañeros de oficina: sabía que no le gustaban
las flores, las frases empalagosas, los abrazos; pero también sabía que
sus cuarenta y cinco años le pesaban demasiado, que no le gustaba
conducir, que su gato no era para ella suficiente compañía.
Se
dejó ir, pensando que en cualquier momento podría cortar aquella
obsesión absurda. Continuó con coqueteos aparentemente casuales, tan
directos como para desconcertarla, pero lo suficientemente sutiles como
para no parecer insolente. Sintió que ella entraba definitivamente en el
juego cuando, un día que sus miradas se cruzaron, él deliberadamente
aguantó la suya. Ella bajó los ojos, pero él siguió atravesándola,
seguro de que volvería a mirarle. Así sucedió, y en ese instante
entendió que un abismo se abría ante él, definitivo.
Dejó pasar
algún tiempo más, alimentando la ansiedad de ella. Ella quiso
parapetarse tras una máscara de arrogancia, dispuesta a presentar
batalla. Pero él rehuyó la pelea, la ignoró calculadamente, hasta que
una tarde se presentó de improviso en su apartamento. No dijo nada. Ella
sí quiso decir algo, pero nada rompió el silencio. Él la arrimó con
fuerza contra la pared, y buscó la humedad de su boca, sin más caricias
que las necesarias.
Sabía que un preliminar sentimental los
defraudaría a ambos. Por ello fue deliberadamente brusco, la llevó hacia
el sofá, la sentó en sus piernas, de espaldas, le giró la cara, la besó
con furia. Su mano buscó el calor de las ingles, bajo la falda. Ella
gemía, la voluntad entregada. Luego la bajó al suelo, le arrancó la
ropa, entró en ella como un animal rabioso. Quería romperla con cada
embestida. Ella lo ataba con sus piernas mientras extendía sus brazos a
lo largo de la alfombra. La embestía todavía cuando empezó a pensar qué
coño hacía él allí, tirándose a aquella zorra insulsa. La embestía
todavía cuando se sintió embotado de su olor, cuando empezó a sentir
náuseas, de ella y de sí mismo, de aquel sexo miserable. La embestía
todavía cuando le agarró el cuello, para apagar esos gritos de placer
que le estallaban en la cara. La embestía todavía cuando sintió que
cedía la presión en sus caderas, los gemidos, el brillo de la mirada.
Finalmente
se retiró, exhausto. Ella permanecía con los ojos abiertos. Se vistió y
salió a la calle a toda prisa. Agradeció el aire fresco de la noche. En
lo alto, se desperezaba una luna blanca, llena, hermosa.
Israel Rodríguez.
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