Grégori Gregórevich Sóbolev todavía conservaba un porte distinguido,
pero el tiempo, implacable, había dejado sus marcas. Hacía mucho tiempo
de Cuba, de la Revolución. Encorvado y encanecido, Grégori Gregórevich
era un mal plagio de aquel joven traductor, alto, rubio, apolíneo, que
iluminaba el Malecón de La Habana con sus largas zancadas.
Cuando
se acabaron las palabras que traducir, regresó a la Unión Soviética, a
un confortable puesto de profesor titular en la Universidad Lingúística
de Minsk. Lóshad, caballo, le llamaban maliciosos sus alumnos,
pero era verdad que los años le habían dejado un aire de jamelgo viejo. Fumaba cigarrillos ásperos, con un filtro de cartón que
arrugaba con sus dedos afilados. Respiraba el humo con nervio, como si
en alguna de las bocanadas esperase revivir el sabor salado de la brisa
del Caribe.
Yo coincidía con él en los baños del cuarto piso, el
único lugar del edificio en el que estaba permitido fumar. "¿Cigarrillos
americanos?", señalaba mis manos, y ladeaba la cabeza con disgusto. Un
día me preguntó: "¿Qué significa exactamente la palabra logística?".
Yo traté de complacerle, sin resultado. Buscaba una palabra rusa que la
tradujese de manera limpia, un giro perifrástico quizá, pero ninguna
solución le satisfacía: organización, gestión, administración... Logística... Volvió a insistir unas cuantas veces más: más preguntas, más cigarros, más respuestas insatisfactorias.
Comenzó
a ausentarse poco a poco del ritual; las pocas veces que le veía, le
notaba más circunspecto, más esquivo. A través del humo y los
ventanales, su mirada volaba por encima del horizonte de edificios,
hacia los entresijos de la memoria.
Un día me dijeron que había
caído enfermo. Solo unas semanas después, el decano recibió una lacónica
llamada de teléfono: Grégori Gregórevich Sóbolev había muerto. Al día
siguiente, casualidades de la vida, la Academia de la Lengua Rusa
publicó su nuevo diccionario. Entre los nuevos vocablos que incorporaba,
allí estaba la palabra, логистика, logística, una adaptación burda de un galicismo inaceptable.
Israel Rodríguez
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