Era un hombrecillo absolutamente insulso, con una vida ordinaria
desprovista del más mínimo interés. Pero en el interior de su cuarto de
baño, García era alguien extraordinario. La mampara de la ducha era un
pasaje a un mundo de maravillas, del que él era simultáneamente creador y
criatura. Bajo el chorro de agua caliente, reblandecida la epidermis y
dilatados los capilares, ese hombrecillo minúsculo viajaba en el tiempo y
en el espacio para vivir las vidas que él no podía vivir. Construía sus
historias meticulosamente, disfrutando de cada detalle de cada destino,
de cada curva de cada mujer que amaba. El tiempo se detenía bajo esa
lluvia de sensaciones. A sus ojos las gotas caían muy despacio, tanto
que si quisiera, podría contarlas.
Al principio aquello no fue
más que un juego inocente, pero poco a poco se convirtió en un rito
adictivo. Su ducha se transformó en su vida. Nada había más allá de los
límites de la mampara, nada más que aquellos sueños fantásticos
envueltos en la bruma de vapor. Y un día decidió encerrarse para siempre
entre aquellos muros de vidrio templado. Tomar una ducha eterna. El
viaje definitivo. Y así fue. Tras unas horas, su corazón apenas
palpitaba ya, pero su mente volaba poderosa por Oriente. Después de dos
días enteros bajo el agua, su piel se había disuelto en una especie de
velo translúcido. Y a la mañana del tercer día, mientras le hacía el
amor a una princesa persa, todo él acabó por deshacerse en una pasta
acuosa, todo él se derramó por el sumidero, hasta que desapareció por
las cañerías de las identidades vacías, hacia las alcantarillas del
olvido.
Israel Rodríguez
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