Él le dijo que se desvistiera, y ella obedeció. Se azoró
cuando la vio desabotonarse el vestido y su cuerpo desnudo apareció,
como la carne de una fruta tierna después de quitársele una cáscara
molesta. El hombre recorrió con los ojos su cuello, sus hombros, sus
pechos, su cintura, sus muslos… Sintió un hormigueo intenso, y después
el monstruo que se despertaba desde las cavernas del deseo, calentándole
las mejillas. A duras penas consiguió contenerse, y con una voz que no
ocultaba su desazón, le ordenó sentarse. Pudo respirar el aroma a
primavera de su piel mientras la inmovilizaba con las correas. El roce
leve de su mano lo ruborizó. Después cogió el sello de metal y lo
imprimió en su antebrazo. Ella no se quejó, y su entereza acabó de
desconcertarle. Pero trató de recobrar la compostura:
-Bienvenida, A 25747.
Por primera vez cruzó sus ojos con los de él. Eran unos ojos negros y profundos.
-Me llamo Rebeca Raznovich.
Y recalcó cada sílaba con una dignidad desafiante.
La
insolencia de aquella mujer le devolvió a la realidad. Estaba siendo
muy poco profesional. Le sostuvo la mirada como pudo, y se esforzó en
una mal disimulada indiferencia:
-Tú no eres nadie. Tú ya no tienes nombre.
Le
señaló la puerta. Ella se vistió un uniforme de rayas, adornado con una
estrella amarilla, y salió de la estancia, con el paso firme y la
cabeza alta. Él todavía la persiguió en una última mirada furtiva. Y
luego gritó con fuerza, como quien recupera la energía perdida después
de un momento de debilidad:
-¡El siguiente!
Israel Rodríguez
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