Kevin Carter condujo durante horas hasta reconocer el lugar en el que
jugaba de niño. Salió de la furgoneta, revolvió unos trastos en el
maletero, volvió a sentarse en el asiento. El Mphongolo seguía siendo la
risueña corriente de agua que recordaba; cerró los ojos y revivió
aquellas sencillas tardes veraniegas de risas y chapuzones. Los párpados
le pesaban cada vez más, pero se sentía en paz. Se quedaría para
siempre allí, donde había sido feliz por primera y última vez, feliz,
feliz, inconscientemente feliz, antes de que ese miserable trabajo de
fotografiar las tragedias del mundo hubiese emparedado en cal su
corazón. Esa jodida fotografía, tan meditada durante casi media hora,
aquella diagonal perfecta con el buitre en la parte superior, esperando,
él también esperando, venga pájaro, extiende las putas alas que el
efecto va a ser la hostia, la niña en la parte inferior, muriendo,
muriendo, esa jodida fotografía que lo había perseguido implacable -¿y
después no la salvaste, a la niña, no la salvaste?-, esa jodida
fotografía perdía poco a poco el contraste hasta que ya no era sino un
nebuloso conjunto de manchas blanquecinas. El jodido Sudán entero era ya
una pálida nebulosa. El jodido mundo entero -gracias a Dios- era ya una
pálida nebulosa. Carter encendió la radio y tarareó una canción de un
viejo casette, hasta que el monóxido de carbono lo sumió definitivamente
en un sueño placentero, largo, ese que el insomnio del Destino le había
negado durante años.
Israel Rodríguez
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