Mientras dejaba atrás una curva tras otra, pensaba en lo sencillo que
sería cerrar los ojos, dejar ir el coche de frente, flotar en el vacío,
recibir la comunión de la muerte en aquellos barrancos olvidados de la
mano de Dios. Mil años tardarían en encontrar el coche. Pero al
acercarse la curva, invariablemente pisaba el freno, reducía marcha,
giraba el volante, pisaba acelerador, subía marcha. Cobarde. En las
rectas, las líneas discontinuas de la carretera ejercían un efecto
hipnótico, que parecía que iba a darle el suficiente valor, y nuevamente
la tentación de acabar con todo aquel sufrimiento inútil, de resolver así aquel rompecabezas imposible. Al fin y al
cabo, nadie pensaría que lo habría hecho a propósito. Se quedó dormido,
qué tragedia. Pero invariablemente con cada curva repetía la misma
secuencia freno-marcha-volante-acelerador-marcha, y el coche seguía
testarudo la sinuosa senda de asfalto, como persiguiendo su propio
destino. Entre las sombras nocturnas emergieron como fantasmas los
primeros edificios grises de la ciudad; finalmente se detuvo frente a un
destartalado bloque de apartamentos. Aparcó, apagó el motor y dejó caer
la frente sobre el pecho, las lágrimas sobre la barbilla. Al rato alzó
la cabeza. Tras una ventana del sexto piso, una figura oscura. Y un movimiento rápido de cortinas. Luego miró a través del espejo retrovisor. La niña, desde su
sillita, le dedicó una sonrisa. Ya hemos llegado, papi. Sí, cariño –y su
voz sollozante repitió- ya hemos llegado.
Israel Rodríguez
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