Descendió la Gran Vía despacio, escondido bajo un abrigo viejo.
Caminaba cabizbajo, con la mirada perdida en el suelo, ajeno a la marea
de gente que iba y venía, acera arriba, acera abajo. Al fin acabó la
calle y se detuvo, sin saber qué dirección tomar. Alzó la frente y vio
el espacio abierto de la Plaza de España, y a continuación, la inmensa
mole de la Torre de Madrid, que recortaba el horizonte entre las luces
del crepúsculo. Giró entonces hacia su derecha, por la pequeña y
discreta calle de Reyes. Vislumbró a una decena de metros una taberna,
en el bajo de un edificio de ladrillo. En la puerta, dibujadas en
ventanales, palabras que invitaban a entrar: Tostas, vinos, cafés, vermús, combinados.
Aceptó la invitación y entró. Pidió un vodka con tónica, que le trajo
sin demasiada ceremonia una camarera de acento extranjero. Miró con
disgusto la rodaja de limón en el fondo del vaso, pero no protestó. La
bebida estaba demasiado ácida, demasiado fuerte, pero apuró la copa de
un trago. Pidió una segunda copa.
Tres chicas jóvenes entraron,
alegres, ruidosas, por la puerta, y se sentaron frente a él. Las tres
estaban muy maquilladas, vestidas informalmente las tres con deportivas,
mallas ajustadas y jerséis de lana flojos. Le parecieron actrices, o
bailarinas, sí, bailarinas, seguramente las bailarinas de alguno de esos
jodidos musicales que últimamente estaban tan de moda. Hablaban, reían
con excitación. Brindaron con agua mineral, bebieron a la salud de un
nuevo proyecto que cambiaría sus vidas, y siguieron charlando
animosamente, sin advertir al hombre desconocido que las miraba
fijamente. A él una de ellas le pareció especialmente hermosa, una diosa
pelirroja de pelo alborotado, y no pudo dejar de mirarla, tan pura,
tan perfecta. Le atravesó una puñalada de envidia. Embotado por el
vodka, abrumado por la luz que irradiaba aquella Bella Trinidad, su
semblante acabó por oscurecerse por completo. Apretó las mandíbulas, y
ciego de rencor, odió con todas sus fuerzas aquellas beldades que le
recordaban de manera tan evidente su existencia triste y marchita, en
especial aquella ninfa roja, edénica, aquella puta que parecía que iba a
reventar de felicidad. Al fin ellas se levantaron y pagaron la cuenta.
La mujer pelirroja anunció que debía ir al baño, y propuso a sus
compañeras que la esperaran en bastidores. La puerta de atrás de un
teatro estaba a apenas unos metros de la taberna.
Solo una hora
más tarde, comenzó la función en el Coliseum, donde se estrenaba la
última versión de un célebre musical, esperado con expectación desde
hacía semanas. Se apagó la luz, se hizo la música. La espectacular
puesta en escena provocó los primeros murmullos de aprobación, y la
mágica aparición del grupo de bailarinas arrancó los primeros aplausos.
La simetría de sus movimientos no era, sin embargo, completa: una
bailarina, para la que no había sustituta, faltaba. El coreógrafo
estaba endemoniado por la ausencia inesperada, pero nadie en el público
pareció advertir la anomalía. De hecho, los espectadores acabaron
coreando en éxtasis las canciones del musical, y finalmente dedicaron a
los protagonistas un aplauso de varios minutos. Los titulares del
periódico del día siguiente alabaron en letras capitales el estreno, y
el crítico especializado auguró meses y meses de éxito continuado. En
la sección de sucesos, en letra más menuda, pasó más inadvertida la
noticia de la muerte de una mujer de veintitrés años, de iniciales
L.O.B., asesinada en el baño de una taberna de la calle Reyes.
Israel Rodríguez
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